Cipriani es un Cristo al revés
Casi no ha existido guerra, revolución, proceso electoral, comisión de la verdad o cambio social en que la iglesia católica no haya participado. En más, se podría decir que siempre ha sido un actor clave en cualquiera de estos procesos; bien al lado de los revolucionarios reformistas, o al lado de los reaccionarios conservadores. Por eso, la idea de la separación de Estado e iglesia católica ha terminado siendo suposición no tan efectiva. En el Perú esto es claro. Mientas que el sector más conservador y fanático del catolicismo sirve de caja de resonancia y sustento al modelo en vigencia, el ala progresista católica se involucra directa o indirectamente en las reivindicaciones o movimientos sociales.
Constatado el asunto, lo que queda es aceptar la participación de la iglesia católica en el debate y la acción política. Lo que implica, claro está, que ésta acepta las reglas de la política nacional. Y como la iglesia católica en la práctica siempre ha asumido su condición de actor político y social, escudarse en la trascendencia para evitar que se la critique o midamos con una vara benevolente sus actos es inaceptable.
Todos los actores políticos estamos afectados por evidentes debilidades y nos sometemos al escrutinio de la opinión pública. Al ser eliminado el escudo imaginario con el que la iglesia pretendió ser parte del debate y de la acción política evadiendo su responsabilidad, lo que ahora tenemos es un actor al que o se combate o con quien se concuerda políticamente; al que se le puede criticar desde sus prácticas, buenas o malas, y enfocar los delitos cometidos por sus miembros.
El aprovechamiento que de la fe ha tenido cierto sector de la iglesia católica es obsceno. Amparada en ese halo de divinidad, ha creído tener carta blanca para lanzar dardos a cuanto enemigo del orden establecido ha tenido al frente. Con Cipriani esa beligerancia llega el climax. El cardenal que fingió lágrimas en la matanza de la embajada de Japón, desde su púlpito interviene en cuanto debate considera oportuno extender sus garras. Busca despojar a la más prestigiosa universidad peruana de lo que la caracteriza, y todos los sábados su hipocresía llega a todo el Perú vía las ondas de RPP. Cipriani es un agitador, un Cristo al revés. Lo triste es que su representación lleva a muchos fieles a creer que su voz es autorizada.
También la izquierda y el socialismo poseen su ala en esta institución. La iglesia es tan o más política que los partidos, pero no practica los métodos de la democracia, aunque interviene en los procesos. La iglesia católica es un imperio; el más antiguo del planeta. Tiene un Rey, al que la población no elige y el verticalismo es regla a su interior. A pesar de ello, su penetración social no sólo es divisiva como pretende el cardenal peruano. La iglesia en muchos casos es la alternativa, sobre todo en los jóvenes, a una sociedad entregada al consumo. Conozco varios casos de personas convertidas en activistas, que en las parroquias tuvieron su primer acercamiento a la labor y realidad social.
Pero el tema no es el de identificar o sopesar las cosas buenas y las malas que la iglesia católica puede exhibir. El asunto es que en la confrontación política peruana, el representante del imperio Vaticano, asume que tiene carta blanca para intervenir aquí y allá. Y como señalábamos al inicio, la valla que se pretende poner al debate político con la iglesia no existe. Lo más sano es debatir de igual a igual con la iglesia católica o con cualquier otra organización religiosa que intervenga en la discusión pública.
En ese sentido la unidad entre Estado y religión en ciertos países, es menos hipócrita. La mayor democracia del mundo, decide sus elecciones influida en gran medida por asuntos religiosos; en Perú hasta nuestro símbolo máximo de la fe, el Señor de los Milagros, fue utilizado en plena campaña electoral. Religión y Estado deberían estar separados para consolidar un accionar político laico, pero en la realidad eso no sucede. Queda expulsar las pretensiones religiosas de los campos en los que no tiene nada que hacer: básicamente en las políticas públicas, sobre todo las de salud y educación. La religión está en su derecho de exigir a sus fieles prácticas, pero jamás de extrapolar éstas a la totalidad de la población así sea un gato el que no es parte de la religión predominante. Las cosas así, dejemos que las voces de la iglesia digan lo que quieran, porque no hay escudo que valga para que reciban la respuesta que se requiere.
Constatado el asunto, lo que queda es aceptar la participación de la iglesia católica en el debate y la acción política. Lo que implica, claro está, que ésta acepta las reglas de la política nacional. Y como la iglesia católica en la práctica siempre ha asumido su condición de actor político y social, escudarse en la trascendencia para evitar que se la critique o midamos con una vara benevolente sus actos es inaceptable.
Todos los actores políticos estamos afectados por evidentes debilidades y nos sometemos al escrutinio de la opinión pública. Al ser eliminado el escudo imaginario con el que la iglesia pretendió ser parte del debate y de la acción política evadiendo su responsabilidad, lo que ahora tenemos es un actor al que o se combate o con quien se concuerda políticamente; al que se le puede criticar desde sus prácticas, buenas o malas, y enfocar los delitos cometidos por sus miembros.
El aprovechamiento que de la fe ha tenido cierto sector de la iglesia católica es obsceno. Amparada en ese halo de divinidad, ha creído tener carta blanca para lanzar dardos a cuanto enemigo del orden establecido ha tenido al frente. Con Cipriani esa beligerancia llega el climax. El cardenal que fingió lágrimas en la matanza de la embajada de Japón, desde su púlpito interviene en cuanto debate considera oportuno extender sus garras. Busca despojar a la más prestigiosa universidad peruana de lo que la caracteriza, y todos los sábados su hipocresía llega a todo el Perú vía las ondas de RPP. Cipriani es un agitador, un Cristo al revés. Lo triste es que su representación lleva a muchos fieles a creer que su voz es autorizada.
También la izquierda y el socialismo poseen su ala en esta institución. La iglesia es tan o más política que los partidos, pero no practica los métodos de la democracia, aunque interviene en los procesos. La iglesia católica es un imperio; el más antiguo del planeta. Tiene un Rey, al que la población no elige y el verticalismo es regla a su interior. A pesar de ello, su penetración social no sólo es divisiva como pretende el cardenal peruano. La iglesia en muchos casos es la alternativa, sobre todo en los jóvenes, a una sociedad entregada al consumo. Conozco varios casos de personas convertidas en activistas, que en las parroquias tuvieron su primer acercamiento a la labor y realidad social.
Pero el tema no es el de identificar o sopesar las cosas buenas y las malas que la iglesia católica puede exhibir. El asunto es que en la confrontación política peruana, el representante del imperio Vaticano, asume que tiene carta blanca para intervenir aquí y allá. Y como señalábamos al inicio, la valla que se pretende poner al debate político con la iglesia no existe. Lo más sano es debatir de igual a igual con la iglesia católica o con cualquier otra organización religiosa que intervenga en la discusión pública.
En ese sentido la unidad entre Estado y religión en ciertos países, es menos hipócrita. La mayor democracia del mundo, decide sus elecciones influida en gran medida por asuntos religiosos; en Perú hasta nuestro símbolo máximo de la fe, el Señor de los Milagros, fue utilizado en plena campaña electoral. Religión y Estado deberían estar separados para consolidar un accionar político laico, pero en la realidad eso no sucede. Queda expulsar las pretensiones religiosas de los campos en los que no tiene nada que hacer: básicamente en las políticas públicas, sobre todo las de salud y educación. La religión está en su derecho de exigir a sus fieles prácticas, pero jamás de extrapolar éstas a la totalidad de la población así sea un gato el que no es parte de la religión predominante. Las cosas así, dejemos que las voces de la iglesia digan lo que quieran, porque no hay escudo que valga para que reciban la respuesta que se requiere.
La imagen es un cuadro de José María Escriba, fundador del Opus Dei. Catedral de Chiclayo.
Alexandro Saco
10 9 2008
Alexandro Saco
10 9 2008
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