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domingo, 25 de julio de 2010

Cannabis y libertad


Toda época crea sus chivos expiatorios; ahora uno de esos chivos es el cannabis. Una planta como cualquier otra, que produce un fruto que el humano utiliza desde tiempos inmemoriales para distraerse y relajarse; en ciertas culturas se la ha considerado un fruto sagrado. El cannabis se consume sin que medie ningún proceso industrial: de la tierra al organismo; eso la distingue de otras sustancias lícitas o ilícitas que requieren de procesos químicos o industriales que las desnaturalizan. Sus efectos no alteran la paz social, sino la pueden alentar, debido a que como describe Antonio Escohotado en su libro Aprendiendo de las drogas, el cannabis lleva a una ligera alteración de los sentidos que dependiendo del estado de ánimo puede motivar, impulsar la reflexión y hacer ver las cosas desde un ángulo más amigable y risueño.

En la revista científica The Lancet, se publicó en 2009 el artículo Adverse health eff ects of non-medical cannabis use, en el que se reseñan decenas de estudios epidemiológicos. Ninguno logra atribuir al uso continuo de cannabis daños en la salud del ser humano, ni siquiera en los niños nacidos de madres consumidoras. Lo que sí se observa es que bajo sus efectos se pueden producir más accidentes de tránsito o en otro tipo de acciones que requieran una concentración adecuada. Los investigadores tratan de asociar el uso del cannabis a consecuencias debidas a otros males como el cáncer de pulmón, pero una vez que el estudio se contrasta, la relación se diluye. Nunca se ha registrado una muerte por uso de cannabis.

Libertad y guerra

El uso del cannabis es un asunto de libertad. No existe ninguna razón sólida que sustente impedir que los adultos en una sociedad democrática sean criminalizados por el uso de una planta. El consumo responsable del cannabis es atribución de cada humano libre. De hecho existen momentos clave en el desarrollo de la personalidad que deben contar con información idónea sobre las situaciones y sustancias que los jóvenes encontrarán; por eso los estados deben fortalecer la educación y la promoción de la salud. La ley debe ser utilizada para combatir el crimen y las mafias de todo tipo, no para perseguir a personas que optan por usar un porro; el problema no es la sustancia, sino la persona y su personalidad más o menos adictiva.

La denominada guerra contra las drogas ha fracasado en todo el mundo. Llevamos casi medio siglo conviviendo con la fantasía de que las drogas se terminarán con políticas represivas; pero en ese mismo periodo su consumo no ha aminorado. Es más, la guerra ha permitido consolidar el narcotráfico y con ello abrir frentes de violencia en diversos puntos, siendo México el claro ejemplo de este monumental fracaso que algunas ONG en el Perú defienden. Ya lo ha expresado de alguna forma la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia conformada entre otros por Cardoso, Vargas Llosa, Mockus, Coehlo, Krause, Gaviria, Naím, señalando que debemos transitar hacia la normalización del consumo de ciertas drogas. En el caso del cannabis cabe su total normalización, como se ha producido esta semana en California, autorizando hasta dos metros cuadrados de cultivo por usuario.

No habrá nunca un mundo sin drogas, porque éstas acompañan al ser humano desde sus albores. La realidad y la cotidianidad son limitantes, por ello el humano busca canales que le permitan distraerse, lograr sensaciones distintas a lo habitual. Cientos o miles de millones de personas usan el alcohol para ello, y los propios estados alientan su consumo creando por ejemplo El día del Pisco; qué pasaría si alguien propone el día del cannabis. La contradicción es clara, teniendo en cuenta que el alcohol comprobadamente castiga la salud y es acaso la principal fuente de problemas familiares.

Abriendo la puerta

La normalización del cannabis es la puerta de entrada para ir desmontando el espantajo que favorece a narcotraficantes y a una serie de agentes que viven levantando miedo, bajo el pretexto de que las drogas son culpables de los males sociales. Normalizar el cannabis demostraría que se puede convivir y ser inteligentes con una sustancia que al menos usan ciento cincuenta millones de personas en el planeta. Las fórmulas para ello están planteadas hace mucho, pero los mitos siguen actuando y siendo financiados, creando un circulo vicioso.

Los caminos hacia la libertad, que son base de una sociedad civilizada, en determinados momentos se obstruyen. Es cada vez más claro que para aminorar la violencia que produce la guerra contra las drogas, necesitamos introducir en el debate la racionalidad de que el humano responsable opte por utilizar las sustancias que la naturaleza brinda. Desmitificar el cannabis permitirá un momento clave del desarrollo de nuestras sociedades. No existe una real guerra contra las drogas, sino mafias enclavadas en todos los niveles que con ese mito siguen ganando más y más dinero. Ese dinero podría pagar impuestos y servir para elevar los niveles de vida. Toda guerra simplemente esconde un interés, mientras la responsabilidad es parte del crecimiento civilizatorio.

Alexandro Saco
22 7 2010

lunes, 9 de febrero de 2009

Cannabis, Phelps e hipocresía


¿Qué daño le hace una planta como el cannabis a nuestras sociedades? Pues ninguno, es más, si existiesen más usuarios responsables de cannabis el mundo sería mejor. Se trata de una sustancia psicoactiva que no requiere ningún proceso para ser fumada o ingerida. Es decir, de la tierra al cerebro. Al contrario, los productos industriales como los alcoholes, el tabaco o la cocaína y sus derivados, son parte de una cadena comercial y lucrativa en sí misma. Por otro lado el cannabis jamás produce la serie de muertes, enfermedades, conflictos familiares y ganancias exorbitantes que los productos industriales generan.

El problema está en la mentalidad represiva y anti liberal que ha ocultado al cannabis, mientras alienta abiertamente como en el Perú, el consumo de una sustancia tan fuerte como el Pisco. Vemos cómo de rey a paje presentan esa bebida alcohólica como una maravilla, sin responsabilidad por las consecuencias del consumo que se quiere imponer desde el Estado; frente a eso los cruzados antidrogas dicen nada. Y lo más incoherente es que ninguno de nuestros liberales defiende una causa absolutamente relacionada con las libertades, sino que con su silencio se suman al tabú.

El asunto ha llegado al delirio la semana pasada en dos casos. Uno el de Michael Phelps, el mejor nadador de la Tierra, frente al que medio mundo se ha rasgado las vestiduras. El cannabis que Phelps ha utilizado no lo hace peor. No hay ninguna relación entre derrota, inestabilidad o frustración con el uso entendido del cannabis. Phelps de seguro ganará varias medallas de oro más porque el cannabis es un fruto que permite acceder de forma muy sutil a dimensiones que la vida diaria oculta. Hace encontrarle un lado más ingenioso a las cosas y a las situaciones, deja ver desde perspectivas olvidadas la realidad, permite una introspección desde un ángulo distinto a nuestras preocupaciones, deseos, proyectos, esperanzas y sentimientos; si se supera el prejuicio y no se cae en la adicción, brinda una relación armónica con el entorno familiar, amical o material; y genera apetito.

El otro caso ha sido el del alcalde de Surquillo, que se ha referido a un asunto atendible. Para analizar su propuesta hay que regresar a la distinción inicial. Una cosa son los frutos naturales que la tierra brinda como el cannabis, y otra los productos procesados e industriales como la cocaína y el alcohol. Frente a los primeros como el cannabis, el san pedro, la ayahuasca u otros, cabe la normalización de uso y cosecha pública y privada. Frente a los segundos cabe una estrategia estatal, que luego de cuarenta años del fracaso de las políticas anti drogas en todo el mundo, debe dar paso a distintas opciones, entre ellas la legalización progresiva en paralelo a una adecuada información de las consecuencias de sus usos.

Además, dadas las enormes ganancias que las empresas que producen bebidas alcohólicas o cocaína tienen o tendrían, se les debería gravar con un impuesto elevado, para que ese dinero contribuya a sostener políticas públicas de rehabilitación, previsión e información del consumo, incluyendo la entrega de sustancias a los adictos. Esas medidas sólo sincerarían lo que sabemos desde hace décadas: que la lucha contra las drogas no tiene ni pies ni cabeza, e instituciones arraigadas en el tema como la DEA, CEDRO o DEVIDA con sus desubicadas campañas profundizan lo irregular. Por eso el comercio de drogas está en manos de las mafias legales como la industria farmacéutica o ilegales como los narcotraficantes, mientras que millones de humanos en el mundo son perseguidos o satanizados por comercializar o utilizar lo que nunca dejará de usarse.

El cannabis o la hoja de coca son plantas medicinales: alivian y curan. Todo el espantajo que se ha construido recientemente sobre su uso es uno de los chantajes más hipócritas que el mundo contemporáneo mantiene para desviar los actos de los que ejercen el poder. Ninguna sociedad liberal ni igualitaria se puede construir sobre la base de grotescas manipulaciones apoyadas en mitos.

Todo fruto vegetal, animal o sustancia industrial es dañina si se utiliza en exceso. El cannabis tiene un uso de moda entre los jóvenes, otro uso entre personas que se convierten en adictos; y otro que debe ser reivindicado, de millones de personas en el mundo que usan el cannabis como una distracción luego de una semana de trabajo, una jornada diaria o en un momento y lugar que merece potenciar las sensaciones que produce.

El problema no son las sustancias o las formas en que la gente accede a éstas; si fuera así todo el mundo sería alcohólico porque en cualquier comercio se puede acceder a una botella. El problema son las personas y sus personalidades más o menos adictivas y que con el consumo de tal o cual sustancia remplazan o accionan mecanismos que los llevan a distorsionar su realidad. En ese contexto los consumidores responsables de cannabis deben dejar de ser estereotipados, y las posibilidades de su uso deben ser conocidas por la sociedad entera.

El debate y las acciones sobre las mal llamadas drogas no es irrelevante, ya que expresa antes que nada los grados de libertad, tolerancia y responsabilidad que un Estado o una sociedad es capaz de reconocer en sus miembros. No hay libertad económica o búsqueda del bien común que valga si frente a ello no se levanta la libertad individual y sus riesgos como columna básica de la convivencia.

Alexandro Saco
8 2 2008

martes, 15 de julio de 2008

Tabaco, y el alcohol?



Toda prohibición es un bumerán.

Hace unos meses El Comercio festejaba en uno de sus titulares algo así: Crece el consumo de Pisco entre los jóvenes peruanos; y en letras pequeñas: Debido a la insuperable calidad de nuestro producto. Hagamos el cambio introduciendo otra droga en lugar del alcohol: Crece el consumo de marihuana entre los jóvenes peruanos; y en letras pequeñas: Debido a la insuperable calidad de la hierba nacional. Esta es una constatación de la forma inadecuada en la que se trata a las drogas en el país y en el mundo.

En buena hora que se haya reglamentado la ley sobre el consumo de tabaco, delimitando su uso y estableciendo una serie de prohibiciones, porque es obvio que éste afecta la salud. Pero si en realidad estamos tratando de combatir los riesgos del uso de drogas, ahora toca ir sobre la principal y normalizada: el alcohol. Necesitamos un reglamento sobre el consumo del alcohol, igual de drástico que el del tabaco, ya que el daño producido por la bebida es mayor socialmente al que produce el tabaco. El alcohol si bien no contamina al que está al lado del bebedor, sí genera inestabilidad emocional en la familia que alberga un alcohólico, sea éste social o patológico.

Así como fumar un cigarrillo de vez en cuando es inofensivo, beber un trago también lo es. El problema es que la mayoría de veces no se trata de un trago, sino de varios vasos de bebida que llevan a ir perdiendo la ecuanimidad; mientras con el tabaco el proceso es distinto y más individual. El alcohol irradia peligro, porque el que conduce un vehículo, participa de una reunión o llega a casa con el alcohol encima, no es él mismo, sino, a veces, una proyección degradada de su ser.

En mala hora el alcohol ha sido adoptado como el benjamín en la familia de las drogas. Se expende en todo lugar. A nadie se le ocurriría prohibir su ingesta en dependencias oficiales como embajadas o ministerios, ni multar a funcionarios o empresarios que se pasen de copas en una recepción, y menos prohibir su publicidad en la TV o en la prensa escrita. Existe una apología al alcohol, que sólo es criticada cuando la cerveza usa el cuerpo de la mujer para su aburrida publicidad. El whisky, el pisco, el ron, el vino, el gin, el tequila, la cerveza, el vodka, son un encanto, ¿no los ven?, tan bonitos ellos. Si queremos avanzar en dilucidar las consecuencias y normar el consumo, cabría lo mismo para todas estas sustancias.

Se trata de un asunto de libertades. Si bien las drogas deben tener ciertas regulaciones, éstas no deben caer en lo ridículo como prohibir que se pueda fumar en los jardines de una universidad en la que se dicta un postgrado. Es mejor alejarnos de las sombras de los cedros que repiten su letanía de que el consumo de drogas crece y no proponen nada razonable para cambiarlo. Ese cambio pasa por desmitificar las drogas e impulsar su normalización o legalización. Mientras más prohibición, más poder tendrán los delincuentes narcotraficantes, que como hoy en México, han desatado una guerra civil. Toda prohibición es un bumerán, mientras que más información ejercita el criterio.

El problema de las adicciones no pasa por la sustancia, sino por la personalidad. La droga no es el problema, el problema es la personalidad de determinado ser humano que lo lleva al enganche. Y claro, no se trata de alentar su consumo. Como se hace con las restricciones al tabaco, si habría coherencia, deberían trasladarse a las bebidas alcohólicas. Tengo la impresión de que el alcohol mata a más gente en el mundo y destruye más lazos sociales que el tabaco, porque su consumo es más extendido.

Luego queda discutir serenamente sobre las adicciones, sobre la normalización y la legalización. Enterrar los discursos sobre la monstruosidad de las drogas para entender nuevamente, como las antiguas civilizaciones lo hacían, que las drogas no son malas en sí, sino que la cultura moderna las convierte en límites. Las drogas no están destruyendo al mundo ni a la juventud. El mundo genera hábitos, costumbres, tradiciones. El tabaco y el alcohol y todos sus primos ricos y pobres, son parte de esa creación; concentrase en unas para restringir y en otras para expandir, no es lo más indicado que se puede hacer.

Alexandro Saco
14 7 2008